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2015-09-01 06:23:25

Cantuña, la otra historia

EnEn la esquina sur de San Francisco estu00e1 la Capilla de Cantuu00f1a, muy visitada por los fieles. Foto: Archivo / u00daN.
Diana Chamorro

Aunque Francisco Cantuña era muy joven, Hualpa, su padre, oficial de alto rango a órdenes de Rumiñahui, lo tenía junto a sí en el incendio de Quito durante la secreta tarea de ocultar el tesoro incaico.Quedó atrapado entre los escombros cuando todos huían, pero logró sobrevivir, jorobado y disminuido, gracias a un soldado castellano de nombre Hernando de Sánchez, que lo tomó a su servicio, enseñándole lengua y doctrina, además del oficio en la escuelita franciscana.

La fortuna de Don Hernando fue menguando. Para evitar el desastre, Cantuña ofreció a su amo el secreto que poseía del tesoro y haciendo una escondida fundición de oro y plata, pudieron rehacer la maltratada economía.

Al morir, su único heredero fue Cantuña. Algunos no dejaron de sorprenderse de la vida del ?natural?, de quien se había hecho proverbial su caridad con los necesitados y no era menos notoria su permanente ayuda para que siguiera adelante la construcción del colegio, la iglesia y el convento de sus vecinos (francisu00adcanos), obras grandes que por más que recibieran, siempre necesitaban más.

Las explicaciones no fueron suficientes para la murmuración pública, que puso en problemas a los religiosos beneficiarios y el enredo llegó al Cabildo civil y al eclesiástico, para que obligaran a declarar a Cantuña el origen de su fortuna, que las murmuraciones hacían provenir del tesoro de Atahualpa.

Cantuña cortó por lo sano. Forjó una contestación sabía que defendería a sus hermanos franciscanos y silenciaría a sus enemigos. Contó en detalle todo el asunto a su confesor el virtuoso fray Ambrosio y, luego, en declaración pública dijo a los presuntuosos cabildantes y a los timoratos oficiales que la riqueza que dio a Don Hernando y que él mismo la tenía en aumento, fue obtenida a través de un pacto con el demonio. Ahí vino la de Dios es Cristo.

La barahúnda fue colosal. Y lo peor de todo es que echado el rollo a rodar, nadie podía ya detenerlo. Los civiles se lavaron las manos y pusieron el candente problema en manos de la religión, que no tardó en aplicar al pobre Cantuña todos los exorcismos habidos y por haber. Fray Ambrosio se limitó a ser uno más de los exorcistas, esperando que se calmara el avispero. Así fue en efecto. Los vecinos llegaron poco a poco a serenarse.

El gran ideal de la vida de Cantuña no estaba satisfecho. Presintiendo que sus ojos no podrán verlo, dispone en testamento que sus herederos compartan fortuna con los franciscanos, para volcarla en la obra magna en donde fija espacio importante para que los 'naturales' -sus hermanos de sangre- ?tengan iglesia propia junto al templo conventual, en la esquina sur, donde la capilla de la Veracruz, destinada a ellos, se transforme en una iglesia dedicada a la Santísima Virgen de los Siete Dolores.

Así, con la tranquilidad de quien ha cumplido su misión, murió en paz, que muy merecida la tenía, en febrero de 1574.

No mucho?después de la muerte de Cantuña, los franciscanos demolieron la capillita de la Veracruz y comenzaron a levantar la iglesia.

Los indígenas cumplieron la voluntad del fundador, y al ser suya la iglesia, le pusieron el nombre de Cantuña.