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En Las Aulas
20 de diciembre de 2017 12:30

¡Nochebuena criolla!, un relato singular

El nacimiento de Jesús cambió la historia de la humanidad para siempre. Foto: Betty Beltrán /  ÚN

El nacimiento de Jesús cambió la historia de la humanidad para siempre. Foto: Betty Beltrán / ÚN

Fausto Segovia

San José y la Virgen María realizaban una travesía inesperada. Las autoridades habían ordenado inscribir a la pareja, pues María estaba encinta. Y el cansancio era agotador. María hacía esfuerzos tremendos por seguir en pie.

¡Cómo pesaba el niño! José también estaba rendido y sus fuerzas flaqueaban.
A José le preocupaba su mujer. Podía dar a luz en cualquier momento y no había lugar adecuado para semejante acontecimiento.

–Dios mío, cómo me pones en estos aprietos–, pensó José –. Y a esta edad… A la vejez viruelas…

María ya no daba más. El niño estaba a término: se habían cumplido ya los nueve meses “reglamentarios”. Entonces María le dijo a José:

–Parece que el parto se acerca. Siento dolores fuertes. Sería bueno descansar por algún lado. Y pensar que no tenemos ningún ajuar ni nada preparado–.

–No te preocupes, mi amor–, le contestó José–. Con este poncho te cubrirás, y por lo menos no sentirás mucho frío.

Y después de algunos minutos llegaron a una pesebrera.
–Qué bueno, llegamos a un sitio seguro, ya no estamos a la intemperie–, dijo José. Y ayudó a María a acomodarse en el piso de tierra, en el cual se encontraban un buey y una mula. El olor no era muy agradable que digamos, pero se podía pernoctar.

San José apartó a la mula y preparó un pequeño nidito para el guagua que iba a nacer. La solución fue una canasta vieja que halló en un rincón. La Virgen se acostó en el suelo sobre una chalina y los dolores aumentaban.

Y José no atinaba qué hacer. Entonces se le ocurrió salir a buscar leña para calentar el pesebre.

Habían transcurrido pocos minutos cuando escuchó un grito:
–¡José, José, nació el niño!–.

Tan pronto como pudo (su edad no le permitía correr) fue en dirección a la cueva y, en efecto, María había dado a luz a un bebé.

–¡Y es varoncito!–, balbuceó José. Él se puso nervioso, pero poco a poco recobró la serenidad. Entretanto María sudaba frío; estaba extenuada. La tensión había llegado a su clímax. Mas la preocupación estaba centrada en el niño.

–¿Está bien el guagua?–, preguntaba María una y otra vez.
–No solo está bien… Está precioso–, replicó José con sano orgullo.

Después de cortar el cordón con una piedra bien afilada y limpia, José lo amarró como pudo y tomó al niño en sus brazos.

¡Pocas veces se había visto un padre tan feliz!
María pidió al niño, y por obra de Dios el bebé dejó de llorar y sonrió a su madre quien le acurrucaba por primera ocasión junto a su pecho.

–Te llamarás Emmanuel– le dijo María, mientras besaba su frente.

Y José se apresuraba a preparar una agüita caliente para María.
Pasó algún tiempo y de pronto aparecieron algunos pastores que cuidaban ovejas. Y se quedaron de una pieza cuando vieron al guagua, que resplandecía de manera admirable. Saludaron con mucha cortesía, y José les dijo:

–Perdonen, amigos. No les puede recibir como se merecen, pero aquí nos cogió el parto. Y gracias por la visita. Siéntense, acomódense como puedan.

Y ellos contestaron:
–Tranquilo, hermano. ¡Queremos ver al niño que ha nacido!