placeholder
Las Últimas
29 de octubre de 2019 10:15

Los marmoleros languidecen

Agustín Cabrera, Germán Guaña y Fernando Rivera tienen sus locales en el sector de San Diego. Foto: Betty Beltrán / ÚN

Agustín Cabrera, Germán Guaña y Fernando Rivera tienen sus locales en el sector de San Diego. Foto: Betty Beltrán / ÚN

Betty Beltrán
(I)

Los alrededores del cementerio de San Diego, en el Centro Histórico de Quito, están llenos de talleres de marmolería. Pasando una o dos casas se encuentran, a la fila, esos locales con aspecto de mausoleos. Pero el sonido de los golpes de martillo y cincel ya no se oye asiduamente.

El oficio languidece, confirman los artesanos que en vísperas del Día de Difuntos tienen algo de trabajo. Solo en octubre se dan el lujo de tener ese respiro económico, pues ahí les caen algunos pedidos: entre 15 y 20 a cada uno.

Pero en enero y febrero, se comen la camisa, afirma Germán Guaña, propietario de Marmolería Nacional, que está en plena esquina de las calles Imbabura y Tumbes. En esos primeros meses del año tienen para hacer, a duras penas, dos lápidas al mes.

Los precios dependerán del diseño, del material y del acabado; es decir, desde los USD 100 hasta los 1 000. En el primer caso corresponde a lápidas sencillas (nombre, fecha y una cruz). Y en el segundo, son piezas en mármol de Carrara, con imágenes talladas, pilares, rosetón y jardineras.

Y lo que más se trabaja son las primeras, pues en la ciudad tienen harta hinchada. Incluso porque en algunos cementerios de Quito se exige que las lápidas tengan formas y medidas uniformes, cuenta Guaña.

En la ruralidad es otro cantar, allí se prefieren los trabajos más elaborados, porque su gente considera que adornar la tumba de su ser querido es el último gran homenaje que le pueden hacer.

Fernando Rivera lleva 60 años en el oficio. Foto: Betty Beltrán / ÚN

Fernando Rivera lleva 60 años en el oficio. Foto: Betty Beltrán / ÚN

El dinero que se paga por esas lápidas también dependerá del material y de los acabados. Por ejemplo, el mármol fino de Carrara es importado de Italia y el metro cuadrado está entre USD 120 y 130.

En cambio, el mármol nacional se trae desde Otavalo (Selva Alegre); allí le venden por quintales, que más o menos está en USD 25. Ese cantidad le sirve para hacer una chulla lápida y con los sobrantes los floreros que la acompañan.

Afortunadamente, dice Guaña, les queda sus clientes de las afueras del Distrito. Con ellos se sustentan los negocios, porque además, una placa no es que la estén cambiando siempre. Una lápida puede deteriorarse en 50 años, lo que se estila es hacerle arreglos de pintura y nada más.

Justo frente al cementerio de San Diego está el local del marmolero más antiguo del lugar. Se llama Fernando Rivera, y hace 60 años mantiene su Marmolería Azuay. Dice que perdió la cuenta de cuantas lápidas ha hecho a lo largo de su carrera. Pero eso sí, todas las elaboró con esmero y dedicación.

De aquello dan cuenta sus manos gruesas y blancas de tanto empuñar el martillo y el cincel para tallar las lápidas. La crisis le enseñó que cualquier trabajo es bueno, y aunque el cliente le pida una sencilla (nombre, fecha y una cruz) siempre se esmera para dejarla igualmente impecable.

Ese es su credo y del resto de sus colegas también. Porque todos están conscientes de que al trabajo no hay que hacerle el feo y aceptar lo que hay, del ‘lobo un pelo’.

La crisis que les agobia, según Agustín Cabrera, de la Marmolería El Rosario, ya suma cinco años y para ayudarse mutuamente y encontrar salidas se están organizando en una asociación. La idea es ayudarse entre todos los emprendedores del arte del mármol y no ver morir a su oficio.