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13 de septiembre de 2019 09:25

Un premio al orgullo de la lavandera

María Manobanda lleva 25 años como lavandera. Foto: Ana Guerrero / ÚN

María Manobanda lleva 25 años como lavandera. Foto: Ana Guerrero / ÚN

Ana Guerrero
(I)

Se colocan sus delantales a prueba de agua; algunas, guantes. Alistan el tazón y el cepillo. Cada martes, jueves y sábado se distribuyen entre las 12 piedras de lavar del edificio de la Quisquis y Huaynapalcón, en el sur de Quito. Son las lavanderas de La Magdalena, defensoras del oficio.

El lugar, que data de 1960, donde muchas de ellas se ganan el sustento diario, recibió una mención de honor en el Premio al Ornato ‘Ciudad de Quito’. Anoche (12 de septiembre del 2019), varias acudieron a la ceremonia en La Compañía.

La mención de honor fue en la categoría Intervenciones en edificaciones en zonas protegidas. El acta del jurado reza que la propuesta mejora la habitabilidad del inmueble y reconoce y fortalece el patrimonio intangible del sector.

La intervención, hace alrededor de dos años, llegó para devolver la seguridad y hasta la alegría a lavanderas antiguas y nuevas. María Manobanda da cuenta de que antes lavaban con el riesgo de que el techo les cayera en la cabeza; cuando llovía pasaba el agua.

Así luce el edificio ubicado en el sur de Quito. Foto: Ana Guerrero / ÚN

Así luce el edificio ubicado en el sur de Quito. Foto: Ana Guerrero / ÚN

Ella, de 75 años, es testigo de las buenas y malas épocas de las lavanderías, pues también iba cuando, antaño, no se habían deteriorado. Acudía desde niña, para ayudar a su madre. Por lavar una sábana les pagaban cinco reales.

La hermana de María, Rosa, de 78 años, ejerce desde hace unos 25. Quedó viuda y fregando ropa ajena logró sustentar a sus cinco hijos. Las hermanas, al igual que el resto de lavanderas, coinciden en que antes el trabajo rendía más y recibían hasta 20 docenas por día. Sin embargo, hasta ahora no les faltan las prendas.

Que aún mantengan los clientes -quienes son vecinos del barrio- tiene una explicación. Gladys Ordóñez, presidenta del comité del barrio central La Magdalena y quien impulsó la gestión para la obra, alude a la calidad del lavado.

Con decirle que para la intervención, a las trabajadoras les ofrecieron instalar lavadoras y secadoras. Ellas no aceptaron, precisamente, cuenta Rosa Guerra, de 75 años, porque defienden su oficio y las buscan porque “la ropa lavada a mano queda más limpia”. Ella va 40 años en la actividad y en principio llevaba ropa desde el cuartel de Machachi.

Mercedes Amaguaña, de 68 años, se suma a la defensa del oficio que ha ejercido desde los 20.

En esas mismas piedras de lavar, muchas han dejado el aliento. Ana María Guamán, de 72 años, es una de ellas. Por más de 20 lavó para sostener a sus hijos. También lo hacía en el Machángara, cuando aún corrían aguas limpias.

Con la voz ronca, dice que la afección en su garganta es resultado de años en el agua. Ahora lava ajeno de vez en cuando, pero acude con la ropa de su familia. Su nieto Ronny, quien vive con ella, le ayuda a colgar. Ayuda con lo poco que tiene a sus nietos huérfanos de padre. Y, llorando, pide que le apoyen con donaciones de ropa o “cualquier cosita”.

En la nueva generación está Eufemia Conterón, de 40 años. Desde hace uno vive en el barrio y lleva tres usando las lavanderías. No lava ajeno, sino las prendas de ella y sus dos hijos. Donde vive no le permiten porque “sale mucho de agua”. En el grupo están Laura Godoy, Bella Barberán, Ruth Landi, entre otras.

Gladys cuenta que en Navidad hacen un agasajo y lo propio en honor a la patrona de las lavanderías: