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6 de noviembre de 2019 09:31

El tiempo se paró en el Centro de Quito

Fernando Hernández, epecialista en reparación de relojes, en su taller en e Centro Histórico. Fotos: Betty Beltrán / ÚN

Fernando Hernández, epecialista en reparación de relojes, en su taller en e Centro Histórico. Fotos: Betty Beltrán / ÚN

Betty Beltrán
(I)

Ni la hora les dan a los relojes de las iglesias del Centro Histórico de Quito. Solo es cuestión de levantar los ojos hacia sus torres y ver que las manecillas se detuvieron. Así, congelados en el tiempo, están los relojes de Santo Domingo, La Merced, La Basílica, San Francisco… incluso el de Carondelet.

Y se quedaron mudos hace algunas décadas. Viendo ese abandono, Fernando Hernández, técnico relojero colombiano, envió proformas para que le dejen arreglarlos. Pero, ‘nanay’ con aceptar el ofrecimiento porque, según los encargados de esos bienes patrimoniales, no había ‘cushqui’.

Así que ahí quedó el afán de devolverle el tic tac a esas joyas quiteñas.

El que ‘pata a pata’ funciona es el reloj de la iglesia de San Francisco, pues el mismo Hernández, en el 2002, metió mano y le dejó ‘papelito’ con piezas nuevas.

Pero ya es hora de volver a las alturas y darle otra mano, porque a esos relojes grandes hay que revisarlos cada año o año y medio, máximo, dice el experto, pero pasan 15 o 20 años y nada con darles una revisada y un mantenimiento.

Ese trabajo significa hacer una reparación total; o sea, desarmarlo, lavarlo, limpiarlo y si tiene algún desperfecto hay que rectificar la pieza. También incluye usar aceite, grasa…

El daño más grave que se hace a esas máquinas es el de las palomas, con los excrementos, agrega el especialista. Y como ni bola que le paran a eso, los aparatos se paran y se vuelven nido de palomas.

Hernández ha dedicado 50 años, de sus 67, a dar cuerda a esos relojes que, más parece, nadie los quiere. Ante esa realidad, con algo de sorna dice que “si no hay capacidad para dar mantenimiento a esos relojes, más vale sacarles de sus torres y ponerlos en exhibición en un museo”.

El relojero aspira a reparar la máquina del Palacio de Carondelet.

El relojero aspira a reparar la máquina del Palacio de Carondelet.

Con toda seguridad, el vecino podrá observar uno más bello que otro. En toda su carrera, confiesa, jamás ha reparado un reloj parecido, todas han sido piezas únicas. Y uno más grande que otro: el más pequeño fue el de 1,50 m de diámetro, de la iglesia de San Francisco; y el más grande, de 4 metros, el del torreón de Ibarra (Imbabura).

Subirse a tremendas alturas es un trabajo peligroso y arriesgado, pero en el caso de Hernández no le ha pasado nada incluso a 35 metros de altura reparando relojes. A esa altura estuvo justamente en Vinces. Y en su tierra (Colombia), a más de 45 metros.

Hace cuatro años, en Vinces, tuvo harto miedo porque le tocó caminar con brazos y piernas por las partes altas de la iglesia. Cerca de la cúpula del templo, en medio de la oscuridad, se encontró con murciélagos.

Al último en subirse, hace 20 días, fue al del diario El Telégrafo, en Guayaquil. Y no demoró mucho en dejarlo con su tic tac como nuevo. Ha intentado arreglar el de Santo Domingo y el de Carondelet, en Quito. Dice que presentó una proforma barata pero que no aceptaron que haga ese trabajo.

El costo de esas obras depende de las fallas que tengan los relojes, pero están entre 6 y 10 mil dólares. Hay piezas (como los piñones) que las tiene que mandar a fabricar en torno, con la aleación de bronce.

Con esas joyas mudas, comenta Hernández, la ciudad pierde los recuerdos. Es más, el turismo se reciente porque un extranjero cuando se acerca a los templos lo primero que mira son las torres y lo que ve es a un lindo reloj, pero que está suspendido en el tiempo. Mudo y sin su tic tac.